*La presente es una columna de opinión escrita por Lloyd Green para The Guardian.
El abismo entre las dos Américas – La América del desempleo y la América de la Bolsa de Valores- que se hizo claramente visible esta primavera, no ha desaparecido. En cambio, la brecha se ha ampliado.
Los índices bursátiles estadounidenses han resistido la pandemia; mientras que el mercado laboral enfrenta una crisis sin precedentes desde la Gran Depresión. El jueves pasado, el departamento de trabajo informó casi 900.000 nuevas solicitudes de ayuda por desempleo y la Universidad de Columbia anunció que 8 millones de estadounidenses habían caído en la pobreza desde mayo.
Mientras tanto, el número de casos de Covid-19 sigue aumentando, la Ley del Cuidado de Salud a Bajo Precio (ObamaCare) está en peligro legal y Amy Coney Barrett, la última elección del presidente para la Corte Suprema, no nos dirá si cree que Medicare y el Seguro Social son vigentes constitucionalmente. El New Deal, el pacto social creado por el presidente Roosevelt y que sentó las bases del estado de bienestar en los Estados Unidos, todavía puede deshacerse.
En ese sentido, muchos estadounidenses están evaluando en qué medida el nuevo presidente (o el actual, si es confirmado) puede satisfacer sus aspiraciones de bienestar social y económico. Según las encuestas, los votantes mayores están dispuestos a votar por Joe Biden, un demócrata, en una marcada desviación de las elecciones pasadas, esto debido al manejo que Trump le ha dado a la pandemia y que en gran medida afecta principalmente a los ciudadanos más viejos.
Donald Trump, sin contar a muchos republicanos en el Congreso, no parece entender que para millones de estadounidenses mayores, la seguridad social y Medicare no son beneficios gratuitos ni considerados como regalos por las “bondadosas” manos del Estado. Más bien, los votantes consideran que estos son los beneficios obtenidos de toda una vida de trabajo. Según datos del gobierno de EE. UU., los beneficios del Seguro Social constituyen aproximadamente un tercio de los ingresos de las personas mayores y, para muchos, incluso más.
Según el New York Times, en febrero, al mismo tiempo que la administración Trump declaraba que el virus no era un gran problema, los principales asesores del presidente avisaron a los grande inversores de Wall Street y a la base de donantes republicanos que el brote sería peor de lo que la administración decía públicamente. Trump y sus secuaces actuaron como si creyeran que el público no podría manejar la verdad incluso cuando Wall Street caía en picada.
En ese contexto, preservar la atención médica y la seguridad social es lo mínimo que el gobierno debe hacer. Pero sabemos que ni el gobierno ni los legisladores republicanos están dispuestos a esto. Tanto el presidente como Mitch McConnell, el líder de la mayoría republicana del Senado, han hablado abiertamente de recortar o «ajustar» los derechos de los ciudadanos. Por otra parte, McConnell se ríe del fracaso del Congreso a la hora de brindar alivio al Covid-19 y lograr un acuerdo en los beneficios para los desempleados.
En el camino de la campaña presidencial, la retórica populista de la campaña de Trump de 2016 ha dado paso, en 2020, a la autocompasión y los resentimientos personales. El presidente quiere que sintamos su dolor aunque parezca que él es incapaz de sentir el nuestro. Su relación con sus principales seguidores se vuelve cada vez más asimétrica.
En el 2016, muchos ciudadanos blancos de clase media votaron por él, esperando una mejora en su calidad de vida, pues sentían que la globalización (que ha beneficiado al mundo y a China) los había dejado a ellos atrás. Las promesas de Trump para esta franja de votantes no se materializaron.
Cuando la negativa de Trump a usar una mascarilla en público se toma como una señal de valentía desafiante por parte de los ciudadanos, la realidad es que la opinión pública está enferma. La mitad de los estadounidenses perciben su situación personal como mejor que hace cuatro años. Al mismo tiempo, sin embargo, casi tres de cada cinco votantes ven al conjunto del país en peor forma que al comienzo de la presidencia de Trump.
Con casi 220.000 personas muertas a causa del coronavirus, el estado de la Unión definitivamente está sufriendo sus horas más oscuras. La tan promocionada recuperación económica en forma de «V» está tardando demasiado en llegar. De hecho, los últimos datos indican que la recesión de la economía estadounidense podría ser más prolongada de lo esperado.
No es de esperar que el día de las elecciones se vayan a curar las heridas políticas y económicas de la nación. Las realidades que llevaron al trastorno del colegio electoral que llevó a Trump a la presidencia todavía están con nosotros. Incluso si Joe Biden gana las elecciones, todavía podemos esperar que la economía americana, la economía real o Main Street, todavía siga sufriendo de manera pronunciada.
Las brechas entre las zonas rurales de Estados Unidos, los evangélicos blancos, los votantes blancos sin títulos universitarios y el resto del país no han desaparecido. Los suicidios de los militares aumentaron en una quinta parte y la muerte por opioides ha vuelto.
Más allá de eso, el tema de la inmigración conserva su fuerza. Es cierto que el presidente puede haber dado a sus votantes una sensación de calma, pero las causas del agravio no han desaparecido. Lo que David Brooks describió una vez como una existencia urbana idílica, en su libro El burgués bohemio, parece haberse convertido en un infierno para todos los demás, en donde muchas personas ven sus oportunidades de crecer obstaculizadas por la crisis y la inacción política desde Washington.
Todavía podemos esperar que el Trumpismo siga vivo, independientemente de lo que suceda el 3 de noviembre y los días siguientes, pero la situación de muchos americanos ciertamente no ha mejorado, como lo han demostrado las últimas estadísticas sobre la pobreza y el desempleo.
Una victoria definitiva de Biden puede proporcionar a Estados Unidos un presidente cuya legitimidad política esté menos abierta a cuestionamientos o ataques. A diferencia de George W Bush en 2004 o de la del actual presidente en 2016, una victoria de Biden probablemente iría acompañada de la mayoría del voto popular.
Más allá de eso, Biden no carga con el lastre de Clinton, a la que se miraba como parte de la élite política o el Deep State, pues su esposo había sido presidente en dos ocasiones y ella misma fue secretaria de Estado. El exvicepresidente no es un hijo del activismo político de los sesenta como Bernie Sanders. Asimismo, nadie ha acusado nunca seriamente al reflexivamente centrista político de Pensilvania de ser una radical. Con todos estos factores juntos, esto ayudaría a bajar la temperatura un poco en la política estadounidense, y de todos modos eso cuenta.
Las dos Américas no desaparecerán pronto (Por algo existe una clara definición para ellas, Main Street, para la economía real y los ciudadanos de a pie, y Wall Street, para las grandes firmas que cotizan en las bolsas de valores junto con sus empresarios e inversores. A lo sumo, podemos al menos esperar algo de cortesía entre las dos y esto podría llevarnos a un mejor pacto social que nos beneficie a todos y recupere el sueño americano para millones de personas que hoy ven como sus medios de subsistencia y su calidad de vida decrecen en la que todavía es considerada la primera economía del mundo.
Con información de The Guardian.
